Ser bruja en Catalunya era mucho peor que serlo en cualquier otro sitio de España, a tenor de la investigación que ha realizado el historiador Pau Castell, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Barcelona y autor de la tesis Orígenes y evolución de la caza de brujas en Catalunya (siglos XV y XVI), que recoge 300 juicios y documentación inédita. La precocidad, la intensidad y la dureza de la caza de supuestas brujas en el territorio catalán no tuvieron parangón en el resto de España y le otorgan al fenómeno una siniestra preeminencia en el conjunto de toda Europa.
El estudio incluye una escalofriante lista de personas juzgadas por brujería —más de 200— en la que constan sus nombres, sus lugares de origen, los tribunales que las procesaron y las penas que sufrieron. Estremece ver las veces que se repite la fría palabra “ejecución” —generalmente en la horca, y no en la hoguera—, con solo unos contadísimos casos con final feliz como el de la Cebriana de Reus, cuyo proceso en 1597 se zanjó con “desestimación de la causa”. Menos afortunadas fueron su tocaya Cebriana de Conilo, colgada, y Margarida de Riu, conocida como Jaumeta, que murió mientras se le aplicaba tormento para que confesara tratos carnales con el diablo y el osculum infame (el tradicional beso en el trasero). El destierro, la reconciliación en acto de fe, la incautación de bienes y la libertad bajo fianza fueron las penas de otros acusados de ser brujas o brujos.
El secreto de la virulencia catalana contra la hechicería debe buscarse, dice Castell, en que en España eran menos tolerantes o más crédulos y en la poca autonomía judicial de la que disponían los poderes locales en Catalunya, especialmente en las zonas de montaña, como los Pirineos, explica Castell, “y que los procesos a los sospechosos de brujería y su ejecución se llevaran a cabo en el ámbito mismo del supuesto crimen, donde la animosidad hacia el reo era mucho mayor”.
El historiador apunta que la caza de brujas fue un fenómeno que va “de abajo arriba”, una “psicosis colectiva” alimentada por la superstición, el miedo, los rumores o la mala fama de la sospechosa. “Cuando el tribunal comparte el miedo y la inquina”, señala, “la caza es durísima”.
Para las brujas (y a diferencia de lo que pudiera parecer), cuanto más lejos de casa y más arriba en la línea del poder se las juzgaba, mejor les iba. Curiosamente, los inquisidores catalanes muestran una relativa prudencia, e incluso escepticismo, respecto a los crímenes de brujería, al contrario que las cortes españolas y reales. Algunas mujeres se salvaron tras ser condenadas, precisamente, al apelar a instancias catalanas. Una supuesta bruja de Estac (Lleida) que había confesado incluso haber matado niños —algo mucho peor que hacer granizar o convertir alimentos en sapos— se salvó al apelar a Tribunal Inquisitorial de Barcelona, que la volvió a interrogar y la castigó solo con destierro, con lo cual probablemente le salvó la vida al alejarla de los curas españoles.
En su estudio, Castell destaca que en Catalunya fue muy precoz la caza de brujas, y señala las ordenaciones contra ellas promulgadas en 1424 por las autoridades de los Valls d’Àneu (Lleida), contemporáneas con las primeras manifestaciones del fenómeno en Europa. Indica también las particularidades de las brujas catalanas, como la fórmula mágica para volar al aquelarre, tras untarse con ungüentos “les exelles e lo petenill”(las axilas y el perineo)o llamar al diablo “boc de Biterna”...
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