6/18/2010

Las intermitencias de la muerte...


La dama de la guadaña, la pálida muerte, la muerte de todos, la muerte de Saramago…

Cómo vió Zé Saramago a la muerte? Suponemos, inmediatamente después de leer Las intermitencias de la muerte, que cercana, pero con sosiego e ironía, y además esperándola tranquilo, desplegando una serenidad que nos hace pensar en alguien que no se siente deudor con el mundo, con nadie.
La muerte ―con minúscula, atención, no la Muerte, que eso en el texto tiene su importancia y su explicación como nos aclara el maestro portugués― decide dejar de llevarse humanos, adonde quiera que se nos lleve, que este punto no se aclara ni tiene por qué, claro está; ocurre en cierto país, cierto año, y al principio de la novela. “Al día siguiente nadie murió”, comienza Saramago. Y a continuación, con la paciencia habitual de su prosa, despliega puntualmente el catálogo de consecuencias que ese hecho tiene para los ciudadanos de ese país anónimo, del que sólo sabemos que cuenta con unos diez millones de habitantes y que linda con otros tres Estados.
Algarabía inicial, ¡la eternidad, nada menos!, suspicacia del Gobierno, que bien pronto comienza a considerar las problemáticas consecuencias de la ausencia de la muerte, y oposición frontal de la iglesia católica, que se queda sin negocio en cuanto los humanos pierden el miedo a morir.
Es un texto corto si tenemos en cuenta la costumbre de Saramago, no llega a trescientas páginas, y sin embargo, se trata de una novela que da la impresión de ser la mejor del portugués ―siempre exceptuando Ensayo sobre la ceguera, quizá la más destacada de todas sus obras―. Y es una doble novela, una doble historia, porque si bien la primera parte la dedica a la manera en la que la huelga de la muerte afecta a todo el país, en la segunda mitad el escritor saca el zoom de narrador y nos acerca a la vida privada de un violonchelista. En ese momento (una segunda novela dentro de la novela) la muerte deja de ser algo y se convierte en alguien: de concepto a ser, Saramago la vuelve humana, la vuelve mujer, y es entonces cuando conocemos el concepto que él tiene de la muerte: treintañera, desorientada, hermosa, un tanto aburrida de su milenaria tarea, y hasta triste...
La muerte y el amor, el amor de la muerte, la muerte del amor, el amor vivo, la muerte enamorada. Qué maestría la del maestro mezclando todo esto. Da la impresión de ir por delante en cada línea, como si nos hubiese dicho: tomad, aquí tenéis una historia completa, en algo más de ciento cincuenta páginas, y ahora, una vez cumplida esa obligación narrativa, dejadme ir con "ella"...
Las intermitencias de la muerte deja bien claro que este hombre, si es que cabía alguna duda, escribió sin intermitencias, y valga la redundancia. Saramago, el único que escribió bien sin odiar. Por no odiar, no odió ni siquiera a la muerte. Que le den otro Nobel en el Hades, que sólo por eso lo merece. Nosotros nos quedamos esperando, quién sabe por cuánto tiempo, ese postrero y mayúsculo beso, el de la bellísima muerte descrita por el Maestro Saramago....


------------------------------------------------->Zuicidio

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